El 'yoísmo' no es autocuidado ni autoestima: la verdadera trampa del individualismo
Uno puede sanar sin dejar de cuidar y puede cuidarse sin dejar de amar.
Nos dijeron que había que quererse y hay mucha razón en ello. Pero en algún punto del camino el amor propio fue desviado hacia el culto al yo, como si cuidarse fuera solo afirmarse y, sobre todo, como si afirmarse fuera lo mismo que ignorar al otro. El dogma está en un individualismo irrestricto, como si no fuéramos seres sociales, sino burbujas.
Hace poco, perdiendo el tiempo en Instagram, vi un video que decía: “No expliques, no te justifiques, no debes nada. Solo haz lo que te dé paz”. Decenas de comentarios aplaudían y hacían eco de que esa era la fórmula de la independencia y la soberanía emocional.
Me pregunté: ¿y si lo que te da paz deja al otro en ruinas? ¿Y si tu silencio no es sanación, sino evasión? Ese ‘yoísmo digital’ nos ha convencido de que todo lo incómodo es tóxico y que solo lo placentero es saludable o una regla que obedece a una serie de merecimientos infundados y engañosos que tenemos por solo habitar en este mundo.
Pero la vida no es un algoritmo que filtra lo que no nos gusta. Infortunadamente, para tantos de estos promotores, las relaciones humanas no se deslizan hacia abajo cuando nos aburren -aunque ya haya quienes lo hacen con facilidad-: los vínculos humanos se habitan. En ese habitar, a veces, hay que quedarse para mirar de frente lo que incomoda.
Por eso, hoy, bajo la bandera del bienestar, se nos enseña a anteponer el deseo personal a cualquier vínculo, a tomar decisiones “porque sí”, a eliminar todo lo que no se acomode al ego sin preguntarnos qué responsabilidad tenemos en los vínculos que nos habitan.
Se le llama hipócritamente autocuidado a cortar relaciones sin hablarlas, a dejar de contestar mensajes por “salud mental” dejando al otro en un limbo de ansiedades y angustias, a poner límites sin mirar contextos, a glorificar el silencio como si fuera siempre una decisión sabia.
Considero que no todo distanciamiento es madurez, ni todo límite es señal de amor propio. A veces solo es miedo sin nombre; una herida sin atender; en otras palabras: desconfianza con disfraz. Es la huida de la derrota; no porque hubiera sido una competencia, sino porque la decisión, en últimas, fue abandonar y renunciar.
La palabra merecer se volvió el mantra predilecto de una generación cansada, sí, pero también confundida. “Mereces todo lo bueno”, repiten libros, anuncios y falsos profetas de felicidad y plenitud en Instagram y TikTok. Merecemos por existir y no por las decisiones que tomamos; prácticamente que violentando las leyes naturales que nos han traído hasta este punto de la historia.
Ahora, la sociedad virtual parece un universo convertido en autoservicio espiritual, donde bastaría con declarar lo que se quiere para que el universo obedezca o como si el solo hecho de haber (sobre)vivido nos otorgara derecho a plenitud sin contradicciones, sin esfuerzo, sin pérdida.
No; la vida no es así de fácil ni el universo es nuestro lazarillo. Vender esas simplezas solo causa resquemores y frustraciones.
Además, ahora el mercadero de las emociones quiere hacer ver como si todo lo incómodo —el conflicto, la espera, la renuncia— fueran errores del sistema construido por nosotros que deben corregirse a través de afirmaciones positivas, rituales instantáneos o filtros de bienestar.
Sin embargo, para desdicha para estos, no hay plenitud sin grietas, ni madurez sin contradicción y, mucho menos, crecimiento sin incomodidad. El alma también se forja en lo que no nos gusta mirar y nos atrevemos a aceptar como parte fundamental de nuestro ser humano.
De fondo, también hay una promoción tácita de falsas metas personales, como si no hubiera belleza también en lo que cuesta y exige sacrificio, en lo que no llega fácil, en lo que no se nos da a la primera.
¿Qué significa merecer, entonces, si no estamos dispuestos a reconocer lo que los demás también merecerían de nosotros?
Así, edificamos una cultura que vive más orgullosa que agradecida. Se celebra la independencia como si fuera autosuficiencia absoluta. Se aplaude al que “se aleja de todo lo que no le suma”, aunque ese “todo” incluya personas reales que alguna vez también le dieron abrigo.
En nombre del autocuidado se justifica la desconexión emocional y se valora más el sentirse “liviano” que el ser recíproco o retributivo. Por desgracia, existe un imaginario facilista que hace ver que sanar es eliminar, cuando muchas veces sanar implica dialogar, asumir, transformar: tomar responsabilidad… Tomar decisiones y vivir con ellas.
Edgar Morin, en su ética de la complejidad, nos recuerda que las respuestas simples ante realidades complejas solo producen más dolor. El ‘yoísmo emocional’ que abunda en redes es eso: una solución reducida, superficial y facilista para problemas humanos densos, con capas, matices, historias.
Amar(se), en el enfoque real de la palabra, no es una ecuación matemática de tres pasos. Implica contradicción —aunque le duela a la superlativa lógica humana—, diálogo, incomodidad. Por lo mismo, exige inteligencia emocional, no consignas preestablecidas por otros que no saben de nuestro dolor ni de nuestro camino.
Por su parte, Iris Murdoch decía que el ego es como una bruma que nubla la mirada. Para ella, el bien comenzaba con un movimiento de atención, no hacia uno mismo, sino hacia lo real, hacia el otro. Quienes trabajamos en la meteorología sabemos que la bruma se puede asentar por horas si no hay viento que la mueva.
En ese sentido, amar no es reafirmar el yo, sino aprender a quitarlo del centro de la escena. Tal vez ahí está el problema de quien practica el ‘yoísmo’: cree que cuidarse es ponerse en primer plano, cuando muchas veces la verdadera salud emocional empieza en el descentramiento amoroso.
Pero la verdad es que el amor propio no debería ser una excusa para el desprecio ajeno. Ni la autoestima una armadura para no escuchar. Hay una forma de ‘yoísmo’ que se disfraza de claridad, pero que en realidad es solo una muralla o un cerrojo de mil llaves escondidas.
Se trata de un ‘yoísmo’ que confunde autenticidad con indiferencia y que cree que el mundo gira en torno a su dolor y sus reglas; por lo que hay millones de mundos y reglas en cantidades infinitas. Es ese mismo ‘yoísmo’ que colecciona frases tipo “haz lo que te haga feliz” sin preguntarse si esa felicidad incluye a los otros o pasa por encima de ellos.
Poner límites es sano, pero confundir límites con muros es peligroso. Un límite puede incluir al otro desde el respeto; un muro lo borra. Hay quienes, por miedo o por agotamiento, levantan murallas emocionales y las llaman erróneamente autocuidado. Pero quien solo se protege, deja de conectar con su valor y su solución; y sin conexión no hay amor propio que florezca.
El mercado también ha hecho lo suyo. Hay una industria entera que nos promete plenitud si compramos tal experiencia, si recitamos tal afirmación, si adoptamos tal rutina de skincare. Nos prometen metas sin mostrarnos los caminos; nos dan el logro sin explicarnos que toda esa cuota de vanagloria viene con una caudal quizás rabioso de sacrificio.
Pero, ¡claro que está bien cuidarse! Por supuesto que está bien cuidarse: decir no, descansar, protegerse... Pero el verdadero cuidado no se mide en likes ni en ausencias desgastantes que solo esconden motivos mezquinos o temerosos de heridas no curadas.
El verdadero cuidado se nota en cómo permaneces, incluso cuando podrías irte. En cómo hablas, incluso cuando podrías callar. En cómo amas, incluso cuando no estás de acuerdo o te han lastimado. Está en ofrecer la otra mejilla cuando comprendes que el amor va más allá de los actos egoístas.
Thomas Erikson, en su título Rodeados de narcisistas, lo advierte sin rodeos: el narcisismo moderno no siempre grita ni se jacta, a veces susurra desde frases amables, consejos en apariencia sanos o rutinas de cuidado personal.
Es ese tipo de narcisismo que se disfraza de autoestima y va erosionando poco a poco cualquier posibilidad de reciprocidad. “Primero está tu felicidad” y se repite como eco sin fin.
No todo lo que se deja atrás se deja bien. Hay una narrativa muy aplaudida que dice “me fui porque me cuido”, pero no todo alejamiento es prueba de valentía, ni todo silencio es sabio. Hay gestos que, bajo el disfraz del amor propio, son simplemente huidas.
Huir no siempre es sanar; a veces es postergar lo que tarde o temprano nos alcanzará por dentro y una deuda que no se queda impaga.
Pero esa sensación de felicidad por la huida, si ignora el daño colateral, ya no es genuina: es narcisismo con rostro amable. No todo lo que se dice en nombre del autocuidado cuida. A veces solo protege un ego que no quiere ni incomodarse, ni cambiar; que está lleno de miedos porque se hizo añicos desde la infancia y siempre ha sido incomprendido.
Y es aquí donde entra la gratitud. Esa gran ausente de tantos discursos y la que nos recuerda que no todo lo que tenemos es producto de nuestro esfuerzo individual: Que hubo quien nos sostuvo cuando no teníamos fuerzas, que alguien creyó en nosotros cuando dudábamos.






En este camino de sanar y crecer, no hemos estado solos y no se puede hablar de amor propio sin hablar de memoria. Quien se cree autosuficiente olvida y, quien olvida, se vuelve orgulloso, tomando del cáliz amargo y oportunista de la soberbia.
La gratitud nos vuelve humildes. Nos baja del pedestal, por fortuna y nos hace mirar alrededor. Nos hace entender que la plenitud no se alcanza ignorando, sino integrando. No se trata de tener la razón, sino de vivir con sentido y que cuidar de uno mismo no puede ser sinónimo de dejar de cuidar a los demás.
Amarse no es inflarse. Cuidarse no es aislarse. El ‘yoísmo’, ese que hoy se viste de autocuidado, nos está dejando más solos, más desconectados, más fríos y, sobre todo, más frustrados y heridos. Y, lo peor: más convencidos de que eso es lo correcto y que nuestra senda es imperturbable.
Pero, creo que hay una forma distinta de estar en el mundo. Una forma que no va gritando “yo primero”, sino que susurra: “me estoy cuidando para no hacerle daño a nadie más”.
Quizás es hora de preguntarnos: ¿cuánto de lo que hacemos en nombre del bienestar viene del miedo y no del amor? ¿Cuánto de lo que llamamos autoestima es, en el fondo, necesidad de control? ¿Cuánto hemos dejado de agradecer por estar demasiado ocupados exigiendo?
El ‘yoísmo’, a todas luces, no es amor propio. Es, por lo contrario, una caricatura de este. Una versión cómoda y vacía que reemplaza el encuentro por la defensa y la vulnerabilidad por el orgullo.
Amar(se) de verdad es todo lo contrario: es agradecer, abrirse, quedarse cuando vale la pena, retirarse cuando ya no hay camino, pero siempre con dignidad y sin pisotear al otro.
Tal vez el verdadero bienestar no grita, ni exige, ni huye. Tal vez, simplemente… se queda, porque sí, uno puede sanar sin dejar de cuidar y puede cuidarse sin dejar de amar.